martes, 24 de abril de 2012

Los tejedores de uvas

Un día, cuando era niño, vi a mi abuelo tomando vino. Me dio curiosidad y le pregunte qué era lo que bebía, a lo que sólo me respondió que era vino y que se hacia de uva.
A mí me encantaban las uvas, así que insistí a mi abuelo y conseguí que me permitiera probarlo. Me fue imposible ocultar mi decepción, aquello no tenía el sabor dulce de las uvas. Pedí a mi abuelo que me contara cómo  se preparaba el vino y él, después de pensar un momento cómo explicarme, y de ver a mi abuela que tejía cerca de él me dijo:

- El hombre que hace vino realiza un trabajo no muy distinto del que hace tu abuela con ese par de agujas. Sólo que para hacer vino no usas hilo, tú tarea consiste en tejer uvas. Tomas un racimo tras otro y con ayuda de un fino par de agujas los tejes hasta dar forma a un delicioso vino. Al igual que las prendas que realiza tu abuela, el tipo de vino que se obtiene depende de cómo se teje, y la calidad de lo que te esmeres en hacerlo. Es un trabajo lleno de amor.
Desgraciadamente ahora son pocos quienes realizan el vino de esta bella forma, ahora utilizan maquinas que unen racimos y racimos de uvas a grandes velocidades. Terminan en unas horas lo que antes a un tejedor de uvas le tomaba semanas, pero no obtienen el mismo resultado. El vino tejido a mano es mucho mejor que los vinos de ahora.

Aquella explicación me sorprendió y me lleno de curiosidad, no entendía cómo un hombre podía tejer racimos de uvas y obtener botellas llenas de vino.
Hoy, después de varios años de aquella explicación – y  a un año de la muerte de mi abuelo   he logrado ir a ver como preparan un vino artesanal, fue algo… maravilloso. Tal como me lo había contado mi abuelo, los tejedores de uvas tomaban sus agujas y un canasto lleno de racimos de uvas, dispuestos a convertirlos en el mejor de todos los vinos.

viernes, 20 de abril de 2012

... de los cuentos ultracortos

Me ajusté a sus horarios misteriosos y ahora me sorprendo de su doble vida.

Muerte y parsimonia



Magdalena murió y yo no estuve ahí para evitarlo. A mi parecer, no tenía una razón por la cual haber fallecido, pero lo cierto es que ya no está y yo no llegué a tiempo.
Una mujer entró súbitamente a mi cocina y anunció con voz entrecortada que Magdalena se había desmayado y no respondía. Inmediatamente dejé lo que estaba comiendo, tomé el baumanómetro y mi improvisado equipo de emergencia y nos fuimos corriendo. Para entonces, ella yacía en media cama, pálida e inerte, con la boca entreabierta y restos de saliva seca en las comisuras, sin emitir murmullo alguno, sólo un extraño y  penetrante aroma que no puedo – ni deseo – describir.  Su esposo me miraba con ojos impávidos atrás de la cabecera mientras atendía detenidamente cada uno de mis movimientos. El pulso, la respiración, las pupilas… todo ausente. La recosté sobre el suelo firme y comencé las maniobras de resucitación que en términos prácticos, sólo prolongaron la agonía. Mil uno, mil dos, mil tres. Su respiración estertorosa y evidentemente artificial sólo evocaba lo inevitable, lo inacatable, el desenlace que yo bajo ninguna circunstancia estaba dispuesta aceptar. En esos momentos no se piensa,  sólo se actúa, se evoca automáticamente cada movimiento aprendido, preciso, sin recelo hasta el final… Pero, ¿cuándo es el final?, ¿hasta cuando acaba mi función?
“la función no acaba hasta que cae el telón”
Seguí actuando hasta que perdió sentido. Sólo entonces alcé la mirada y entendí que en esa sala, todos excepto yo podían comprender y aceptar con tranquilidad la muerte. Para mi era una derrota. Sólo atiné a dirigirme al esposo y explicarle de forma impersonal las posibles causas del fallecimiento, detallando cada una de las acciones que se hicieron dirigidas a sanarla. El señor de cuerpo enjuto sólo asentía con su cara perpleja, como si no entendiera lo que había ocurrido, como si no le importara lo que yo dijera e incluso, me daba la impresión que ni siquiera me estaba escuchando.
Salí de la habitación sin mirar a nadie y me fui directo a la clínica. Ese día ya no alcancé a comer pero tampoco tenía hambre. Aún tenía el sabor amargo en la boca de esa respiración forzada. Me lavé. Revisé el expediente que días antes había actualizado y vi su nombre anotado entre mis pendientes: había ido a consulta días atrás por un motivo ajeno a lo que hoy le provocó la muerte;  dudé si pudiera haber habido alguna relación entre padecimientos. Me consultó por una erupción herpética en el párpado derecho y ahora moría de una apoplejía. Sé que no me pude haber equivocado. No pude haber fallado. Justo entonces tocaron la puerta, como anunciando el principio de una serie interminable de trámites: llamar al cura, a los familiares, hacer el acta de defunción y el reporte final con números que cuadren. Me tocaría incluso ir a la funeraria, al velorio, tal vez hasta pronunciar el solemne discurso acostumbrado.
Antes de esa ocasión, sólo había asistido a un funeral en la comunidad: las exequias de un hombre mayor que había regresado a morir a su tierra natal. Yo lo visitaba con frecuencia sólo para procurar y sugerir los cuidados básicos. Su esposa lo atendía con devoción y morir era el desenlace natural de su larga vida. En cambio, la muerte de Magdalena no era algo que nadie esperara.
Asistí sin compañía al velorio. La casa estaba llena de niños con mirada azorada que jugaban y reían en medio del desconcierto. El viudo permanecía inmutable, como si no estuviera presente; los hijos apresurados, atendían diligentemente a toda la gente y organizaron cada actividad. Yo me encontraba en medio del alboroto sin saber que hacer ni qué decir, sólo escuchaba conversaciones, lamentos y algún que otro comentario fuera de contexto. Era todo un espectáculo de dolor, desconcierto y evasión que no yo podía manejar, sin embargo,  poco a poco esto se fue modificando y fue precisamente el colorido del ritual lo que me permitió concebir a la muerte como parte de la vida – en vez del enemigo a vencer – y pude dejar de sentirme anestesiada. Me pareció sorprendente y admirable la fortaleza y la festividad con la que se afrontaba ahí la muerte, como un hecho jocoso y digno de una gran celebración. No faltaron ni las golondrinas ni los gorrones, ¡y aún estos últimos fueron muy bien recibidos!
Aprendí a ver la muerte como existencia, como sueño y como olvido y a partir de entonces también me sentí más libre en mi proceder cotidiano y comencé a disfrutar plenamente mi función en dicha comunidad.

Meses después, el viudo de Magdalena encontró varios frascos de analgésicos a medio vaciar escondidos en diversos cajones de la casa. Recordó entonces los constantes dolores de cabeza de los que ella se quejaba y su compulsión por tomar medicamentos, lo cual, al parecer había optado por hacer a escondidas porque él constantemente le reprochaba que lo hiciera. Pensaba que los medicamentos traían el mal. Ahora lo creía con una mayor certeza. Lo cierto es que yo nunca tuve conocimiento de aquel particular hábito.
Días antes de concluir mi servicio social, Don Manuel, el viudo, entró a la clínica con una cesta de mangos que él mismo había cosechado. Me la llevaba “en agradecimiento a mis atenciones”. Me dijo además que aunque no entendía del todo lo sucedido con Magdalena ni el porqué de su muerte tan repentina, lo cierto es que los últimos meses de su vida habían sido muy agradables, casi siempre de buen talante y con una plática ligera que le alegraba el día. La extrañaba, pero su recuerdo le devolvía la vitalidad. Había entendido que la vida no era eterna ni la eternidad era vida, así que sólo le quedaba disfrutar el día a día, con sus alegrías y con sus pesares.
Yo no volví a regresar a aquel lugar, pero aún conservo el sabor de esa fruta cosechada con el esfuerzo de unas manos trabajadoras, el compromiso y vitalidad de sus habitantes y la parsimonia con la que se contempla la muerte.

domingo, 8 de abril de 2012

Emeterio Reyes

Aún recuerdo cuando Don Etéreo se enlistó en el ejército. En esos tiempos no era Etéreo ni era Don, se trataba sólo de un muchacho malcriado de 16 años llamado Emeterio Reyes. Prefirió ir al ejército antes que continuar en la escuela argumentando que ahí aprendería más cosas de las que se necesitan saber para la vida.

Estoy casi seguro de que Emeterio no habría optado por el ejército si sus padres no hubieran muerto en aquel incendio o si su abuelo, que no esperaba tener que encargarse de él, hubiera sido una mejor opción.

Pues así fue como llegó Emeterio, lleno de ganas de ser alguien y con pocas esperanzas de serlo.
Era sorprenderte su repudio a los castigos y su afición por dar motivos para ser castigado. Sin lugar a dudas fue quien más represión recibió por parte de sus superiores. MMuchas veces incluso estuvo hospitalizado tratando de sobrevivir, sólo para regresar a terminar de pagar los castigos que ya se había ganado. Y a pesar de tanto dolor sobrevivió hasta el día que inició aquella terrible guerra, justo dos años después de su llegada. Con la fortaleza que había adquirido y el coraje con el que había llegado, se dirigió al campo de batalla. Sin ningún amigo entre sus conocidos, a enfrentar enemigos que no conocía.

Es imposible saber lo que pensaba al partir, pero fue la primera vez que lo vi sonreír. Aquella era la misma sonrisa que después iluminaria su rostro durante las batallas, la última sonrisa que muchos vieron antes de morir. Lo último que vieron todos los soldados que llego a matar.

Nada lo detenía, nada en la guerra era superior a los castigos que había recibido durante los entrenamientos. Aunque, recordando aquellos castigos, creo que ni la muerte los superaría.

Emeterio sabía lo que quería, fue una lastima tener que abandonarlo a su suerte en aquella sangrienta batalla de Jaraneo. Una bala le hirió la pierna impidiéndole caminar y otra le dio en el hombro. NNNadie en el batallón le ayudamos a salir. Él siguió peleando y cuando abandonamos la batalla lo escuché aún a lo lejos gritando: “no huyan cobardes”. Ese fue el final de Emeterio Reyes.

Y a pesar de todo lo que he pasado en mi larga vida, nada me sorprendió y me causó y tanto miedo como conocer a Don Etéreo. Tal vez se los cuente otro día…