Magdalena murió y yo no estuve ahí para evitarlo. A mi parecer, no tenía
una razón por la cual haber fallecido, pero lo cierto es que ya no está y yo no
llegué a tiempo.
Una mujer entró súbitamente a mi cocina y anunció con voz entrecortada
que Magdalena se había desmayado y no respondía. Inmediatamente dejé lo que
estaba comiendo, tomé el baumanómetro y mi improvisado equipo de emergencia y nos
fuimos corriendo. Para entonces, ella yacía en media cama, pálida e inerte,
con la boca entreabierta y restos de saliva seca en las comisuras, sin emitir murmullo
alguno, sólo un extraño y penetrante
aroma que no puedo – ni deseo – describir.
Su esposo me miraba con ojos impávidos atrás de la cabecera mientras
atendía detenidamente cada uno de mis movimientos. El pulso, la respiración,
las pupilas… todo ausente. La recosté sobre el suelo firme y comencé las
maniobras de resucitación que en términos prácticos, sólo prolongaron la
agonía. Mil uno, mil dos, mil tres. Su respiración estertorosa y evidentemente
artificial sólo evocaba lo inevitable, lo inacatable, el desenlace que yo bajo
ninguna circunstancia estaba dispuesta aceptar. En esos momentos no se
piensa, sólo se actúa, se evoca
automáticamente cada movimiento aprendido, preciso, sin recelo hasta el final…
Pero, ¿cuándo es el final?, ¿hasta cuando acaba mi función?
“la
función no acaba hasta que cae el telón”
Seguí actuando hasta que perdió sentido. Sólo entonces alcé la mirada
y entendí que en esa sala, todos excepto yo podían comprender y aceptar con
tranquilidad la muerte. Para mi era una derrota. Sólo atiné a dirigirme al
esposo y explicarle de forma impersonal las posibles causas del fallecimiento,
detallando cada una de las acciones que se hicieron dirigidas a sanarla. El
señor de cuerpo enjuto sólo asentía con su cara perpleja, como si no entendiera
lo que había ocurrido, como si no le importara lo que yo dijera e incluso, me
daba la impresión que ni siquiera me estaba escuchando.
Salí
de la habitación sin mirar a nadie y me fui directo a la clínica. Ese día ya no
alcancé a comer pero tampoco tenía hambre. Aún tenía el sabor amargo en la boca
de esa respiración forzada. Me lavé. Revisé el expediente que días antes había
actualizado y vi su nombre anotado entre mis pendientes: había ido a consulta días
atrás por un motivo ajeno a lo que hoy le provocó la muerte; dudé si pudiera haber habido alguna relación
entre padecimientos. Me consultó por una erupción herpética en el párpado
derecho y ahora moría de una apoplejía. Sé que no me pude haber equivocado. No
pude haber fallado. Justo entonces tocaron la puerta, como anunciando el
principio de una serie interminable de trámites: llamar al cura,
a los familiares, hacer el acta de defunción y el reporte final con números que
cuadren. Me tocaría incluso ir a la funeraria, al velorio, tal vez hasta
pronunciar el solemne discurso acostumbrado.
Antes
de esa ocasión, sólo había asistido a un funeral en la comunidad: las exequias
de un hombre mayor que había regresado a morir a su tierra natal. Yo lo
visitaba con frecuencia sólo para procurar y sugerir los cuidados básicos. Su
esposa lo atendía con devoción y morir era el desenlace natural de su larga
vida. En cambio, la muerte de Magdalena no era algo
que nadie esperara.
Asistí
sin compañía al velorio. La casa estaba llena de niños con mirada
azorada que jugaban y reían en medio del desconcierto. El viudo permanecía
inmutable, como si no estuviera presente; los hijos apresurados, atendían
diligentemente a toda la gente y organizaron cada actividad. Yo me encontraba en
medio del alboroto sin saber que hacer ni qué decir, sólo escuchaba
conversaciones, lamentos y algún que otro comentario fuera de contexto. Era
todo un espectáculo de dolor, desconcierto y evasión que no yo podía manejar, sin
embargo, poco a poco esto se fue
modificando y fue precisamente el colorido del ritual lo que me permitió
concebir a la muerte como parte de la vida – en vez del enemigo a vencer – y
pude dejar de sentirme anestesiada. Me pareció sorprendente y admirable la fortaleza
y la festividad con la que se afrontaba ahí la muerte, como un hecho jocoso y
digno de una gran celebración. No faltaron ni las golondrinas ni los gorrones,
¡y aún estos últimos fueron muy bien recibidos!
Aprendí a ver la muerte como existencia, como sueño y como olvido y a
partir de entonces también me sentí más libre en mi proceder cotidiano y
comencé a disfrutar plenamente mi función en dicha comunidad.
Meses después, el viudo de Magdalena encontró varios frascos de
analgésicos a medio vaciar escondidos en diversos cajones de la casa. Recordó
entonces los constantes dolores de cabeza de los que ella se quejaba y su
compulsión por tomar medicamentos, lo cual, al parecer había optado por hacer a
escondidas porque él constantemente le reprochaba que lo hiciera. Pensaba que
los medicamentos traían el mal. Ahora lo creía con una mayor certeza. Lo cierto
es que yo nunca tuve conocimiento de aquel particular hábito.
Días antes de concluir mi servicio social, Don Manuel, el viudo, entró a
la clínica con una cesta de mangos que él mismo había cosechado. Me la llevaba
“en agradecimiento a mis atenciones”. Me dijo además que aunque no entendía del
todo lo sucedido con Magdalena ni el porqué de su muerte tan repentina, lo
cierto es que los últimos meses de su vida habían sido muy agradables, casi
siempre de buen talante y con una plática ligera que le alegraba el día. La
extrañaba, pero su recuerdo le devolvía la vitalidad. Había entendido que la
vida no era eterna ni la eternidad era vida, así que sólo le quedaba disfrutar
el día a día, con sus alegrías y con sus pesares.
Yo no volví a regresar a aquel lugar, pero aún conservo el sabor de esa
fruta cosechada con el esfuerzo de unas manos trabajadoras, el compromiso y
vitalidad de sus habitantes y la parsimonia con la que se contempla la muerte.