Una de las
razones por las que Gaby decidió quedarse en el departamento en que vive ahora,
además de lo accesible de la zona, fue la ventana que estaba en la habitación.
La vista desde ella era sublime, se podía ver gran parte del centro histórico de la ciudad y
resaltaba, imponente, el cerro de la Bufa.
Cuando se
mudó, antes que nada, puso su escritorio
de estudio a un lado de esa ventana. Desde ahí podía disfrutar de aquella hermosa vista.
Desafortunadamente
a los pocos meses de vivir ahí se construyó una casa de tres pisos
que bloqueó la vista que tanto agradaba a Gaby. Ella observó, desde el inicio de
las obras, cómo la construcción iba creciendo y cómo ésta le negaba observar la ciudad mientras estudiaba.
Cuando la
casa estuvo terminada llegaron sus nuevos vecinos. Los vio a través de la ventana por primera vez; una pareja, ambos bastante mayores. Gaby no se preocupó
por ir a saludarlos o socializar con ellos. En general no le agradaba tener que
convivir con sus vecinos.
A pesar de
su falta de interés, no podía evitar verlos a través de la ventana mientras
leía algunas notas de clase o algún libro. Esto se hubiera solucionado moviendo
su escritorio, pero Gaby se negaba a hacerlo argumentándose que no podía
ponerlo en otro lugar. La verdad es que para ella dejarlo ahí era una revancha
contra sus vecinos por arrebatarle aquel paisaje.
Un día, al
sentarse a preparar un examen notó a través de su ventana a aquel hombre mayor,
sentado en una silla, abstraído con la imagen que le ofrecía un espejo en la
puerta de un ropero justo frente a él. A Gaby le inquieto aquel gesto, nunca
había visto a nadie tan concentrado. Entonces Gaby observó cómo aquella
concentración se convirtió en enojo, y cómo aquel tipo rompía el espejo de una
patada con su pie descalzo. Ese repentino acto la asusto; pero no tanto
como la pierna ensangrentada de su vecino, y cómo esta llenaba de sangre el
piso. Instintivamente, Gaby tomó su celular y pidió una ambulancia. A los
pocos minutos, vio el alboroto que se armó afuera cuando la ambulancia se llevó a su vecino casi desangrado.
Después de
aquel día le intrigaba mucho el Don, como ahora se refería a él. A las dos
semanas el señor regresó del hospital y permaneció prácticamente en cama por
otras dos. Ahora Gaby le ponía mucha atención. Notó que su andar
era muy lento y que sus manos tenían cierto temblor. Eso lo había visto
antes en el abuelo de una amiga, decían que tenía mal de Parkinson; quizás su
vecino sufría de lo mismo. Desde su ventana Gaby vigilaba durante un par de
horas al día al señor, veía que su esposa se esmeraba en atenderlo, pero que
casi no platicaban. Él casi siempre se veía triste y melancólico, excepto
cuando lo visitaba un par de muchachos que probablemente eran sus nietos.
Aquellos muchachos reían mucho y causaban algunas sonrisas en él, pero sus
visitas eran esporádicas.
Gaby consideró interesantes algunas actitudes del Don. La que más llamaba su atención
era que todos los días a las ocho de la noche rezaba el rosario. Para
Gaby era sorprendente, ella incluso a veces se olvidaba de la existencia de
Dios.
Así
fue como Gaby convivió con su vecino, sin que este lo supiera, por cerca
de un año. Hasta que un día, antes de las siete y media, su vecino murió. Ella
fue la única que vio cuando ocurrió, él estaba sentado en la cama y, de
pronto, cayó hasta el piso. Su esposa entró en seguida a ver qué pasaba. Lo
encontró muerto. Gaby lo supo al ver el gesto de tristeza de la señora. Vio
cómo su vecina hizo algunas llamadas y pensó que debía hacer algo. Ya decidida salió
de casa, fue con su vecina y, sin decir nada, entró hasta la habitación del viejo.
Se acercó hasta el tocador, tomó un rosario y comenzó a rezar, justo
cuando el reloj marcaba las ocho, como siempre lo había hecho el Don.